La madre
pingüino de este cuento, le chilla a su hijo de tal manera que el pobre
pingüino sale volando en pedazos.
Cada uno
de estos pedazos cae en un lugar insospechado. Así la cabeza va a parar al
Universo, el cuerpo a alta mar, las alas a la jungla y el pompis se pierde por
la ciudad.
La madre
pingüino, como casi todas las madres chillonas, se arrepiente en seguida de ver
a su hijito troceado, partido en cachitos. Y se da cuenta de que los gritos nos
resquebrajan por dentro, por donde no se ve, pero se siente. Y enseguida se
dispone a recoger esos trozos de su hijo esparcidos por el mundo. Los recoge y
los une con todo el amor que una madre, aunque sea chillona, es capaz de darle
a su hijo.
Cuando
alguien nos rompe, el único pegamento que sirve para reconstruirnos es el
afecto.
Hemos
aprendido también que, cuando los adultos nos gritan lo hacen porque les importamos,
nos quieren y desean que aprendamos a hacer las cosas de manera adecuada.
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